El olivo es oriundo de la antigua Mesopotamia, desde donde se extendió al resto de los países. Existen testimonios arqueológicos que nos comunican que hace más de 5.000 años ya se extraía el aceite para utilizarlo en la iluminación de templos en Egipto.
De madera de olivo se tallaban las estatuas de los dioses, los cetros de los reyes, los tabernáculos y los instrumentos de combate de los héroes.
Era frecuente la administración de baños en aceite de oliva perfumado, aplicación a las momias y también se han encontrado coronas fabricadas con ramos de olivo entre los años 980 y 715 ac. en varias tumbas faraónicas.
A través de los siglos, en concreto en la época de los fenicios, se denominaba al aceite de oliva como oro líquido. Fue el árbol más difundido, cultivado y protegido mediante severas leyes; entre las que destacaban el castigo con destierro y la confiscación de todos los bienes personales a aquél que osara arrancar más de dos olivos.
Según la mitología; Atenea (diosa de la sabiduría), de una lanza hizo brotar el olivo que daría el fruto necesario para alimentar a los hombres y curar sus heridas.
El olivo fue símbolo de paz, victoria y vida. Se le consideró árbol de la fertilidad, por lo que las mujeres dormían bajo su sombra cuando querían engendrar.
En la península Ibérica, se ha fechado la existencia del olivo desde tiempos prehistóricos; se han encontrado huesos de aceituna en los yacimientos neolíticos de «El Galcel».
Durante la dominación romana, el olivo tuvo gran importancia en los aspectos socio-económicos del momento.
En la época de los Reyes Católicos, ya existía el «gazpacho»; que con aceite y vinagre era parte básica de la dieta mediterránea, principalmente en Extremadura y Andalucía.
Con el descubrimiento de América se comenzó a introducir el olivo en el continente, extendiéndose por países donde el clima y el suelo fueran aptos para este histórico cultivo.